Eran
las seis de la tarde y el bar estaba helado, pues se colaba una
ventisca tremenda del sur por una ventana rota.
El
incipiente invierno se venía con toda la fuerza y la lluvia lo
empeoraba todo.
La
gente corría, los paraguas no daban abasto y la avenida cada vez
colectaba más agua. El tráfico se puso insoportable porque entre
Gaona y Charcas habían chocado un colectivo, un camión y un
vehículo de reparto.
Los
semáforos estaban intermitentes y los bocinazos coparon lo poco que
quedaba de cordura, mientras la gente se peleaba por un taxi y los
más por subir a un colectivo para no seguir mojándose en la calle.
Miré
el pocillo y le di el último trago; frío, tan frío como los labios
de Mariela al despedirnos, como su mirada sin alegría.
Saqué
el último cigarrillo de la etiqueta y lo encendí. La bocanada de
humo me supo a su saliva y ahí me di cuenta que la tenía clavada en
el corazón, en el alma y de lo mucho que me dolía el haberme
engañado con Roberto, al que consideraba un buen amigo. -
¡Bastardos!
Un
nudo en la garganta dejó salir un mugroso: - ¡Mozo, otro cortado
por favor!
Mientras
tanto, el cigarrillo se consumía.
Desarmé
el paquete con cierta parcimonia y desdoblé el papel metálico
alisándolo con los dedos para prolijamente hacer un barquito.
Del
lado de adentro del papel de la etiqueta escribí un poema con mis
penas, con mis maldiciones y con mis deseos de quitarme la vida y lo
doblé en forma de u acomodándolo dentro del barquito.
El
cortado duró lo que un suspiro y antes de retirarme le pagué al
mozo. Sin salir del bar, le compré un atado de cigarrillos al
kiosquero pero desde el lado de adentro, mientras me acomodaba la
campera subiendo el cierre para evitarme una mojadura mayor y me
dijo: - ¿tenés el auto cerca? - ¡Si, acá a pocos metros, vine en
el Uno! – dije - Y salí corriendo.
Me
detuve en el cordón de la vereda, pues quise dejar el barquito en el
arroyo que se forma en la banquina y lo puse con suavidad mientras me
imaginaba que era capitaneado por el Duende de las alcantarillas y
comencé a sentir aquella melodía de Frank Sinatra “Extraños En
La Noche”. Me pareció que la abrazaba y sentí la suavidad de su
piel y su perfume. Su espalda se dibujó en la yema de mis dedos que
bajé hasta sus nalgas y la desvestí con mi boca, la besé, la chupé
y la lamí para hacerle el amor sobre la vereda y sacié mi locura
besando con suavidad sus pechos de cobre, para despertarme de aquel
hechizo con la cara empapada al ver cómo el barquito se perdía en
el horizonte.
El
tema era regresar a casa y saber que ella ya no estaría y lo peor,
que seguramente estaría en los brazos de Roberto.
Encendí
el motor y el limpiaparabrisas para tomar por la Av. Costanera.
La
lluvia parecía un huracán en medio del mar y ya el limpiaparabrisas
era lo mismo que la nada.
Disminuí
la marcha, encendí las balizas y me puse en fila india con otros
vehículos y con el correr de los minutos apagué el motor porque era
inútil gastar combustible.
Encendí
la radio y sintonicé un informativo que para mi suerte estaba
hablando sobre el embotellamiento del lugar donde estaba y que lo
había ocasionado un accidente de un Sedán verde patente UCM 123,
con un camión cisterna de la municipalidad.
Quedé
paralizado pues era el auto de Mariela y sin pensarlo me bajé del
auto y comencé a correr ya que el accidente era a menos de
doscientos metros.
La
policía ya había acordonado el lugar y mintiendo dije: - ¡Soy el
Comisario Robles, déjenme pasar! El agente me franqueó el paso y
pude ver aquella escena; era el auto de Mariela que se había
incrustado detrás del un camión cisterna; su cuerpo estaba doblado
de una manera increíble, tenía la pollera levantada y se le veía
parte de la bombacha. Le bajé un poco el vestido, pues hasta los
muertos sienten pudor y no pude creer lo que estaba viendo, porque en
su mano izquierda tenía apretado el papel de la etiqueta de
cigarrillos, donde yo le había escrito el poema de despedida.
No
todo siempre tiene respuestas, o no siempre las cosas son claras como
el agua; quizá se cruzó accidentalmente con el barquito al salir de
su estudio que queda en la otra cuadra del bar, o tal vez se lo
entregó el Capitán; el Duende de las alcantarillas.
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