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martes, 11 de junio de 2013

Eduardo Borawski Chane - Mar del Plata - Argentina

  EL CALLEJÓN

El tren se detuvo porque así estaba previsto en el diagrama. Pero fue por breves instantes: nadie descendía allí desde hacía años. De modo que esa molestia, que suponía para el maquinista una preocupación, también constituía una pérdida de tiempo que atentaba contra los horarios establecidos. El lugar estaba entre dos estaciones de cierta importancia, distantes entre sí. Para el caso de que alguien deseara subir, había que colocarse en las proximidades del entablonado, y agitar un pañuelo repetidas veces al aproximarse el convoy. Si, como en este caso, algún pasajero quisiera descender, había que hacérselo saber con la debida anticipación al guarda del tren. “El Callejón” era la denominación popular del lugar, a falta de un nombre oficial.
El hombre bajó del tren llevando consigo una pequeña valija. No había aún alcanzado a apoyarla en el piso del maderamen que hacía las veces de apeadero más que precario, pero fue suficiente para que el silbato del guarda autorizara de inmediato la reanudación de la marcha. Un instante después, hombre y maleta quedaron solos en el lugar. Miró cómo se alejaba el convoy, y frente a él vio por primera vez un cartel: “El Callejón”. Se acercó: una flecha tallada en la madera señalaba la ubicación del poblado, lo cual le hizo suspirar por la nacida esperanza de quebrar la soledad reinante. Pero además señalaba la distancia, y eso, por el esfuerzo que suponía, hacía trizas la felicidad alcanzada.
Eran dos kilómetros de soledad, de un tiempo que se hubiera deseado inclemente para condecir con el esfuerzo del traslado en un camino que descendía de manera pronunciada. Entre el apeadero que había quedado atrás y la población que se intentaba alcanzar, no habían espacios con formaciones intermedias: eran la realidad de la nada y la esperanza del todo. El pueblo aparecía a su vista: comenzaba y terminaba con casas de diseños similares que, en su conjunto formaban un rectángulo.
Cansado por fin el hombre, más por la inclinación del terreno que por la distancia recorrida y el peso de su valija, arribó a la primera hilera de casas. Le llamó la atención la poca cantidad de personas por las calles y la falta de vehículos circulando. También las dimensiones del poblado. El Callejón no debería tener más de quince cuadras de frente por ocho de fondo. Sin plazas ni avenidas. Sin carteles. Sin postes. Sin antenas. “Vaya carencia”, se dijo. Luego observó que las casas, que no se elevaban más que para cobijar a una sola planta, tenían sótanos desde los cuales se podía atisbar el exterior merced a ventanas que nacían a partir del piso.
Su deseo era estar allí uno o dos días. Lo suficiente como para poder terminar, sin molestas interrupciones, un capítulo más de su novela. Había considerado, después de ver el recorrido de la línea ferroviaria, que El Callejón era lo que más le convenía para su propósito, teniendo en consideración la altura de la trama del trabajo que estaba emprendiendo. Luego pensaba volver al apeadero, continuar su viaje hacia el oeste y allí sí, alojarse, a partir de la fecha prevista, en un departamento que había alquilado desde su domicilio en la capital de la provincia. Pero ya era hora de deshacerse de la carga de su valija, tomar un baño y una cerveza, pasear un poco por el poblado y darse por fin a la tarea de caer rendido por mérito propio.
En una casa, tan igual a las que hasta ese momento había visto, la mención “Alojamiento” actuó de freno. Se acercó y leyó junto a la aldaba: “Atención: 8 a 12 y 16 a 20. No molestar fuera de horario. El equipaje puede dejarse junto a la puerta: aquí nadie quiere lo ajeno.” Sonrió: “Vaya muestra de mal gusto a la hora de expresarse. Pues si no quieren aquí lo ajeno, ¿a quienes esperan albergar?” Pero eran las dos y media de la tarde. Así que acercó lo más que pudo la maleta junto a la puerta y allí la depositó con cierto dejo de duda respecto a la veracidad del lema, pero con el alivio de desprenderse por un rato del peso que se agigantaba a cada instante.
Empezó a caminar. Bajo un cielo despejado y un clima agradable, libre ya de la carga, intentó disfrutar de una caminata por El Callejón. Tenía la idea de que esos pueblos contienen, dentro de sí, un espíritu que los caracteriza y cuyo reconocimiento da sentido al alma de todo viajero. Anduvo por una cuadra, luego por otra y en todas el mismo espectáculo: casas bajas, sótanos habitados, gente mirando en ocasiones a través de las ventanas tratando de no ser vistos, aunque sin lograrlo. “Son tímidos”, se dijo. Creía que lo introvertido o lo remiso eran consecuencia de la falta de trato habitual con extraños. Se preguntó de qué vivirían. No se respondió. Sólo imaginó la prestación de algunos servicios.
Traspuesta la mitad del pueblo, la calle que lo dividía y por la que transitaba se iba angostando. Él caminaba sobre el pavimento. Prefería eso a que algunos habitantes lo vieran pasar desde las ventanas del subsuelo que no se alzaban más de unos ochenta centímetros de la vereda. ”Además”, ironizó, “por la falta de autos circulando, estoy tan seguro andando acá como lo estaría en la vereda.”
¡Qué maravilla! La calle constituía una perspectiva casi perfecta, de no mediar el giro que, a unos trescientos metros, se advertía hacia la derecha. Luego se iba angostando, en tanto las casas y las veredas, de una y otra mano, avanzaban sobre la zona que antes ocupaba el lugar destinado a los vehículos. Le resultó curioso el detalle (“Pactado seguramente por todos los vecinos del lugar”, se dijo) consistente en una línea roja y continua que atravesaba las casas, las rejas y las puertas a más o menos un metro y medio de la acera. Era como una bufanda interminable, justo a la altura de la garganta de todos los que transitaban.
Sin pájaros, sin otras flores que las de los grandes girasoles plantados por doquier, sin árboles en las calles. Se preguntó dónde estarían la escuela, la iglesia, la delegación municipal y los comercios. Con seguridad no se ubicaban en la zona por la que avanzaba. La calle, siempre en bajada, seguía angostándose e inclinándose hacia la diestra del viandante, en tanto la línea roja perseveraba en su innecesario intento de abrigar el cuello en la tarde templada. “La siesta pueblerina”, fue el pensamiento que obturó la sensación de ahogo por la imagen de las líneas que se cerraban a escasos metros del paisaje desolado. Calles limpias, veredas impecables… salvo el detalle, en algunas, que revelaba el discurrir de alguno que otro perro vagabundo marcando territorio.
Cruzó la última calle, aquella que lo separaba unos cien metros de la casa de la vereda de la izquierda, que ya se veía de frente. El lugar sólo hubiera permitido allí, el paso de una motocicleta, tal vez de un auto pequeño. Ahora las líneas de color rojo se unían armoniosamente. Pensó que faltaba un moño para coronar el detalle tan original como absurdo. La pendiente se hacía mayor a medida que avanzaba. Por un instante pensó en volver sobre sus pasos y aguardar, en las cercanías de la pensión, la hora de apertura del establecimiento. Venció la curiosidad. “Esta debe ser la singularidad del poblado. Llegarse hasta El Callejón sin ver esto...“ Allí se dio cuenta de que no tenía otra razón para avanzar, que ese afán por saber, por ver algo más. Imaginó acercarse al extremo de la curva tal como la veía, y apoyándose en la pared de la última casa de la derecha, inclinarse y mirar lo que seguía, como en una especie de travesura infantil. Le causó gracia y avanzó por el medio de la calle que continuaba angostándose.
Empezó a caminar más despacio cuando notó que por las ventanas de los sótanos, las caras de las gentes se advertían con ojos más curiosos. Sensación visual engañosa, se dijo. Pero inmediatamente se corrigió cuando creyó escuchar pasos a sus espaldas que intentaban pasar desapercibidos. Deseó que esas sensaciones no fueran a constituir un obstáculo a la hora de proseguir con los escritos que estaba promediando.
A veinte metros de la esquina un perro apareció corriendo y aullando desde el lugar por el cual el hombre aún no había pasado, y se perdió de vista. El viajero se sobresaltó, pero la sensación fue un acicate para su curiosidad. Quería caminar más de prisa, pero algo le decía que la celeridad iría en detrimento de la seguridad del avance.
Tres pasos lo separaban de la ochava de la vereda derecha. Los dio contándolos, deseando, por primera vez, que la cuenta fuera descendente. Pero lo único descendente eran la calle y los frentes de las casas con la línea roja. Miró hacia atrás: vio un grupo de personas que al, notar su movimiento, desviaron la miradas hasta ese momento fijas en él. Se sobresaltó. Volver le producía temor. Le restaba avanzar.
Pero, ¿qué pasaba en esa tarde, de cielo claro, sin nubes, sin pájaros, sin las señales que caracterizan una ciudad? Calles sin nombre, sin árboles, casas sin numeración, carentes de una arquitectura que rompiera la uniformidad enfermante de esas viviendas de un solo piso. Viviendas con un sótano que parecía evidenciar una fuerza superior que las hubiera hundido en la tierra impidiéndoles crecer, por razones ignoradas. “Casas-niños, de aldeas-madres posesivas”, se le ocurrió. Y de inmediato: “Dislates de escritor”.
Llegó a la esquina de la abrupta inclinación. Ese era el único detalle que quebraba la monotonía. Y la calle que se convertía en callejón para desaparecer al unirse las aceras. Y las líneas rojas que a cien metros se unían en una casa que ocupaba tanto la vereda de la derecha como la de la izquierda: una triangulación externa y absurda. La inclinación era tal que el hombre, que quería avanzar lentamente se veía obligado a hacerlo de modo precipitado. No tenía tiempo para ocuparse de otra cosa que de detener la marcha forzada, pues si lo hubiera tenido, habría podido ver a una multitud que, a cien metros, miraba la escena con una sonrisa tiñendo de morbosa satisfacción el espectáculo que se les brindaba. Alguien arrojó violentamente contra el viajero, la maleta que había dejado momentos antes.
Las veredas seguían acercándose, ahora no ya por efecto del diseño urbanístico sino porque las casas de un lado y otro, como dentadura gigantesca que reacciona ante un bocado, se fundían entre sí, persistiendo en su descenso, y arrastrando tras de ellas al resto de las viviendas y de todo lo que encontraban, en un viaje hacia el centro de la nada.
Lo último en desaparecer fue el cartel que cada diez años se podía ver en el paradero.-

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