CARTA A DIANA RAMIREZ DE ARELLANO
A 14 de julio de 1994
Muy querida Diana:
Parece mentira que no tengamos acceso a la eternidad.
Al momento de nacer, cuando damos el primer grito, arrugando nuestro rostro fetal cubierto de esa sustancia blanca y aspirando el aire con desesperación para no ahogarnos, lo hacemos con una sentencia de muerte al hombro.
El médico que nos trae al mundo, con su mascarilla, que exclama con alegría al saber que la criatura ha nacido sin dificultades y que nos levanta y nos mueve en el aire mientras se apresura a ligar nuestro cordón umbilical para separarnos definitivamente de nuestra madre, no puede ver nuestra sentencia. Esta nos cuelga como una toalla cerca del cuello; sin embargo él no la puede ver. Tampoco puede ver la suya. El la carga debajo del sobaco. Se mueve y hace esfuerzos apretando el brazo contra el pecho para que no se le caiga; pero no la puede ver.
Y es que todos venimos al mundo con un veredicto final. Lo que no sabemos es la fecha. Calculamos que está en el futuro; pero no sabemos a que distancia estamos de ella. ¿Podría ser mañana? ¿O de aquí a un año? ¿A quién le podríamos pedir que nos prolongue esta etapa final? ¿No habría alguien que nos hiciera vivir cien años más o tal vez mil más para poder conocer en persona a todos esos geniales escritores y escritoras que nacerán en este milenio venidero? Hay tantas cosas que nos vamos a perder…
Desafortunadamente Dios Todopoderoso no puede alterar el orden natural de la humanidad para concedernos esa gracia. No importa con cuanta fe recemos o que sacrificios ofrezcamos esa prolongación no será posible.
Tampoco podríamos acudir al demonio, como el Fausto, porque ese vicioso ser ya está satisfecho con las cosas tal como están. El ya sabe que con todos los pecados que he cometido ya tiene los suficientes para lanzarme al fondo del Abismo. No tiene interés en prolongar mi existencia para seguir pecando porque no lo necesita.
Podríamos acudir a los hombres de ciencia, a los que ganaron premios Nóbeles por sus brillantes descubrimientos; pero esos pobrecitos también llevan sus sentencias colgándoles del hombro. Desde que nacieron las cargan sin darse cuenta de ello. ¿Cómo podrían entonces darme una respuesta? Si están igual que yo, ¿cómo me podrían ayudar?
Aun sin estar completamente convencido creo que nada ni nadie me podrá hacer vivir hasta los cien años y menos hasta los doscientos. Debo de conformarme, por el momento, con lo que me queda de existencia y escribir todo lo que pueda antes que la no-existencia me prive de hacer lo que más me gusta hacer: empuñar la pluma y dejar correr la tinta sobre el papel.
No estás sola Diana. Todos estamos juntos en la misma trayectoria.
Aunque estoy muy sano la curiosidad me hace voltear hacia mi hombro para leer la fecha de mi sentencia; pero a pesar de mis esfuerzos mis ojos no se pueden extender lo suficiente para ver los números y entonces opto por conformarme con la idea de tener que escribir todo lo que pueda antes de que sea muy tarde.
Te abraza,
Manuel Lasso
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