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martes, 5 de junio de 2012

UNA TARDE DE LLUVIA Y ALGO MÁS - Raúl Lel



Eran las seis de la tarde y el bar estaba helado, pues se colaba una ventisca tremenda del sur por una ventana rota.
El incipiente invierno se venía con toda la fuerza y la lluvia lo empeoraba todo.
La gente corría, los paraguas no daban abasto y la avenida cada vez colectaba más agua. El tráfico se puso insoportable porque entre Gaona y Charcas habían chocado un colectivo, un camión y un vehículo de reparto.
Los semáforos estaban intermitentes y los bocinazos coparon lo poco que quedaba de cordura, mientras la gente se peleaba por un taxi y los más por subir a un colectivo para no seguir mojándose en la calle.
Miré el pocillo y le di el último trago; frío, tan frío como los labios de Mariela al despedirnos, como su mirada sin alegría.
Saqué el último cigarrillo de la etiqueta y lo encendí. La bocanada de humo me supo a su saliva y ahí me di cuenta que la tenía clavada en el corazón, en el alma y de lo mucho que me dolía el haberme engañado con Roberto, al que consideraba un buen amigo. - ¡Bastardos!
Un nudo en la garganta dejó salir un mugroso: - ¡Mozo, otro cortado por favor!
Mientras tanto, el cigarrillo se consumía.
Desarmé el paquete con cierta parcimonia y desdoblé el papel metálico alisándolo con los dedos para prolijamente hacer un barquito.
Del lado de adentro del papel de la etiqueta escribí un poema con mis penas, con mis maldiciones y con mis deseos de quitarme la vida y lo doblé en forma de u acomodándolo dentro del barquito.
El cortado duró lo que un suspiro y antes de retirarme le pagué al mozo. Sin salir del bar, le compré un atado de cigarrillos al kiosquero pero desde el lado de adentro, mientras me acomodaba la campera subiendo el cierre para evitarme una mojadura mayor y me dijo: - ¿tenés el auto cerca? - ¡Si, acá a pocos metros, vine en el Uno! – dije - Y salí corriendo.
Me detuve en el cordón de la vereda, pues quise dejar el barquito en el arroyo que se forma en la banquina y lo puse con suavidad mientras me imaginaba que era capitaneado por el Duende de las alcantarillas y comencé a sentir aquella melodía de Frank Sinatra “Extraños En La Noche”. Me pareció que la abrazaba y sentí la suavidad de su piel y su perfume. Su espalda se dibujó en la yema de mis dedos que bajé hasta sus nalgas y la desvestí con mi boca, la besé, la chupé y la lamí para hacerle el amor sobre la vereda y sacié mi locura besando con suavidad sus pechos de cobre, para despertarme de aquel hechizo con la cara empapada al ver cómo el barquito se perdía en el horizonte.
El tema era regresar a casa y saber que ella ya no estaría y lo peor, que seguramente estaría en los brazos de Roberto.
Encendí el motor y el limpiaparabrisas para tomar por la Av. Costanera.
La lluvia parecía un huracán en medio del mar y ya el limpiaparabrisas era lo mismo que la nada.
Disminuí la marcha, encendí las balizas y me puse en fila india con otros vehículos y con el correr de los minutos apagué el motor porque era inútil gastar combustible.
Encendí la radio y sintonicé un informativo que para mi suerte estaba hablando sobre el embotellamiento del lugar donde estaba y que lo había ocasionado un accidente de un Sedán verde patente UCM 123, con un camión cisterna de la municipalidad.
Quedé paralizado pues era el auto de Mariela y sin pensarlo me bajé del auto y comencé a correr ya que el accidente era a menos de doscientos metros.
La policía ya había acordonado el lugar y mintiendo dije: - ¡Soy el Comisario Robles, déjenme pasar! El agente me franqueó el paso y pude ver aquella escena; era el auto de Mariela que se había incrustado detrás del un camión cisterna; su cuerpo estaba doblado de una manera increíble, tenía la pollera levantada y se le veía parte de la bombacha. Le bajé un poco el vestido, pues hasta los muertos sienten pudor y no pude creer lo que estaba viendo, porque en su mano izquierda tenía apretado el papel de la etiqueta de cigarrillos, donde yo le había escrito el poema de despedida.
No todo siempre tiene respuestas, o no siempre las cosas son claras como el agua; quizá se cruzó accidentalmente con el barquito al salir de su estudio que queda en la otra cuadra del bar, o tal vez se lo entregó el Capitán; el Duende de las alcantarillas.



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