EL CALLEJÓN
El tren se detuvo porque así estaba
previsto en el diagrama. Pero fue por breves instantes: nadie
descendía allí desde hacía años. De modo que esa molestia, que
suponía para el maquinista una preocupación, también constituía
una pérdida de tiempo que atentaba contra los horarios establecidos.
El lugar estaba entre dos estaciones de cierta importancia, distantes
entre sí. Para el caso de que alguien deseara subir, había que
colocarse en las proximidades del entablonado, y agitar un pañuelo
repetidas veces al aproximarse el convoy. Si, como en este caso,
algún pasajero quisiera descender, había que hacérselo saber con
la debida anticipación al guarda del tren. “El Callejón” era la
denominación popular del lugar, a falta de un nombre oficial.
El hombre bajó del tren llevando
consigo una pequeña valija. No había aún alcanzado a apoyarla en
el piso del maderamen que hacía las veces de apeadero más que
precario, pero fue suficiente para que el silbato del guarda
autorizara de inmediato la reanudación de la marcha. Un instante
después, hombre y maleta quedaron solos en el lugar. Miró cómo se
alejaba el convoy, y frente a él vio por primera vez un cartel: “El
Callejón”. Se acercó: una flecha tallada en la madera señalaba
la ubicación del poblado, lo cual le hizo suspirar por la nacida
esperanza de quebrar la soledad reinante. Pero además señalaba la
distancia, y eso, por el esfuerzo que suponía, hacía trizas la
felicidad alcanzada.
Eran dos kilómetros de soledad, de un
tiempo que se hubiera deseado inclemente para condecir con el
esfuerzo del traslado en un camino que descendía de manera
pronunciada. Entre el apeadero que había quedado atrás y la
población que se intentaba alcanzar, no habían espacios con
formaciones intermedias: eran la realidad de la nada y la esperanza
del todo. El pueblo aparecía a su vista: comenzaba y terminaba con
casas de diseños similares que, en su conjunto formaban un
rectángulo.
Cansado por fin el hombre, más por la
inclinación del terreno que por la distancia recorrida y el peso de
su valija, arribó a la primera hilera de casas. Le llamó la
atención la poca cantidad de personas por las calles y la falta de
vehículos circulando. También las dimensiones del poblado. El
Callejón no debería tener más de quince cuadras de frente por ocho
de fondo. Sin plazas ni avenidas. Sin carteles. Sin postes. Sin
antenas. “Vaya carencia”, se dijo. Luego observó que las casas,
que no se elevaban más que para cobijar a una sola planta, tenían
sótanos desde los cuales se podía atisbar el exterior merced a
ventanas que nacían a partir del piso.
Su deseo era estar allí uno o dos
días. Lo suficiente como para poder terminar, sin molestas
interrupciones, un capítulo más de su novela. Había considerado,
después de ver el recorrido de la línea ferroviaria, que El
Callejón era lo que más le convenía para su propósito, teniendo
en consideración la altura de la trama del trabajo que estaba
emprendiendo. Luego pensaba volver al apeadero, continuar su viaje
hacia el oeste y allí sí, alojarse, a partir de la fecha prevista,
en un departamento que había alquilado desde su domicilio en la
capital de la provincia. Pero ya era hora de deshacerse de la carga
de su valija, tomar un baño y una cerveza, pasear un poco por el
poblado y darse por fin a la tarea de caer rendido por mérito
propio.
En una casa, tan igual a las que hasta
ese momento había visto, la mención “Alojamiento” actuó de
freno. Se acercó y leyó junto a la aldaba: “Atención: 8 a 12 y
16 a 20. No molestar fuera de horario. El equipaje puede dejarse
junto a la puerta: aquí nadie quiere lo ajeno.” Sonrió: “Vaya
muestra de mal gusto a la hora de expresarse. Pues si no quieren aquí
lo ajeno, ¿a quienes esperan albergar?” Pero eran las dos y media
de la tarde. Así que acercó lo más que pudo la maleta junto a la
puerta y allí la depositó con cierto dejo de duda respecto a la
veracidad del lema, pero con el alivio de desprenderse por un rato
del peso que se agigantaba a cada instante.
Empezó a caminar. Bajo un cielo
despejado y un clima agradable, libre ya de la carga, intentó
disfrutar de una caminata por El Callejón. Tenía la idea de que
esos pueblos contienen, dentro de sí, un espíritu que los
caracteriza y cuyo reconocimiento da sentido al alma de todo viajero.
Anduvo por una cuadra, luego por otra y en todas el mismo
espectáculo: casas bajas, sótanos habitados, gente mirando en
ocasiones a través de las ventanas tratando de no ser vistos, aunque
sin lograrlo. “Son tímidos”, se dijo. Creía que lo introvertido
o lo remiso eran consecuencia de la falta de trato habitual con
extraños. Se preguntó de qué vivirían. No se respondió. Sólo
imaginó la prestación de algunos servicios.
Traspuesta la mitad del pueblo, la
calle que lo dividía y por la que transitaba se iba angostando. Él
caminaba sobre el pavimento. Prefería eso a que algunos habitantes
lo vieran pasar desde las ventanas del subsuelo que no se alzaban más
de unos ochenta centímetros de la vereda. ”Además”, ironizó,
“por la falta de autos circulando, estoy tan seguro andando acá
como lo estaría en la vereda.”
¡Qué maravilla! La calle constituía
una perspectiva casi perfecta, de no mediar el giro que, a unos
trescientos metros, se advertía hacia la derecha. Luego se iba
angostando, en tanto las casas y las veredas, de una y otra mano,
avanzaban sobre la zona que antes ocupaba el lugar destinado a los
vehículos. Le resultó curioso el detalle (“Pactado seguramente
por todos los vecinos del lugar”, se dijo) consistente en una línea
roja y continua que atravesaba las casas, las rejas y las puertas a
más o menos un metro y medio de la acera. Era como una bufanda
interminable, justo a la altura de la garganta de todos los que
transitaban.
Sin pájaros, sin otras flores que las
de los grandes girasoles plantados por doquier, sin árboles en las
calles. Se preguntó dónde estarían la escuela, la iglesia, la
delegación municipal y los comercios. Con seguridad no se ubicaban
en la zona por la que avanzaba. La calle, siempre en bajada, seguía
angostándose e inclinándose hacia la diestra del viandante, en
tanto la línea roja perseveraba en su innecesario intento de abrigar
el cuello en la tarde templada. “La siesta pueblerina”, fue el
pensamiento que obturó la sensación de ahogo por la imagen de las
líneas que se cerraban a escasos metros del paisaje desolado. Calles
limpias, veredas impecables… salvo el detalle, en algunas, que
revelaba el discurrir de alguno que otro perro vagabundo marcando
territorio.
Cruzó la última calle, aquella que
lo separaba unos cien metros de la casa de la vereda de la
izquierda, que ya se veía de frente. El lugar sólo hubiera
permitido allí, el paso de una motocicleta, tal vez de un auto
pequeño. Ahora las líneas de color rojo se unían armoniosamente.
Pensó que faltaba un moño para coronar el detalle tan original como
absurdo. La pendiente se hacía mayor a medida que avanzaba. Por un
instante pensó en volver sobre sus pasos y aguardar, en las
cercanías de la pensión, la hora de apertura del establecimiento.
Venció la curiosidad. “Esta debe ser la singularidad del poblado.
Llegarse hasta El Callejón sin ver esto...“ Allí se dio cuenta de
que no tenía otra razón para avanzar, que ese afán por saber, por
ver algo más. Imaginó acercarse al extremo de la curva tal como la
veía, y apoyándose en la pared de la última casa de la derecha,
inclinarse y mirar lo que seguía, como en una especie de travesura
infantil. Le causó gracia y avanzó por el medio de la calle que
continuaba angostándose.
Empezó a caminar más despacio cuando
notó que por las ventanas de los sótanos, las caras de las gentes
se advertían con ojos más curiosos. Sensación visual engañosa, se
dijo. Pero inmediatamente se corrigió cuando creyó escuchar pasos a
sus espaldas que intentaban pasar desapercibidos. Deseó que esas
sensaciones no fueran a constituir un obstáculo a la hora de
proseguir con los escritos que estaba promediando.
A veinte metros de la esquina un perro
apareció corriendo y aullando desde el lugar por el cual el hombre
aún no había pasado, y se perdió de vista. El viajero se
sobresaltó, pero la sensación fue un acicate para su curiosidad.
Quería caminar más de prisa, pero algo le decía que la celeridad
iría en detrimento de la seguridad del avance.
Tres pasos lo separaban de la ochava
de la vereda derecha. Los dio contándolos, deseando, por primera
vez, que la cuenta fuera descendente. Pero lo único descendente eran
la calle y los frentes de las casas con la línea roja. Miró hacia
atrás: vio un grupo de personas que al, notar su movimiento,
desviaron la miradas hasta ese momento fijas en él. Se sobresaltó.
Volver le producía temor. Le restaba avanzar.
Pero, ¿qué pasaba en esa tarde, de
cielo claro, sin nubes, sin pájaros, sin las señales que
caracterizan una ciudad? Calles sin nombre, sin árboles, casas sin
numeración, carentes de una arquitectura que rompiera la uniformidad
enfermante de esas viviendas de un solo piso. Viviendas con un sótano
que parecía evidenciar una fuerza superior que las hubiera hundido
en la tierra impidiéndoles crecer, por razones ignoradas.
“Casas-niños, de aldeas-madres posesivas”, se le ocurrió. Y de
inmediato: “Dislates de escritor”.
Llegó a la esquina de la abrupta
inclinación. Ese era el único detalle que quebraba la monotonía. Y
la calle que se convertía en callejón para desaparecer al unirse
las aceras. Y las líneas rojas que a cien metros se unían en una
casa que ocupaba tanto la vereda de la derecha como la de la
izquierda: una triangulación externa y absurda. La inclinación era
tal que el hombre, que quería avanzar lentamente se veía obligado a
hacerlo de modo precipitado. No tenía tiempo para ocuparse de otra
cosa que de detener la marcha forzada, pues si lo hubiera tenido,
habría podido ver a una multitud que, a cien metros, miraba la
escena con una sonrisa tiñendo de morbosa satisfacción el
espectáculo que se les brindaba. Alguien arrojó violentamente
contra el viajero, la maleta que había dejado momentos antes.
Las veredas seguían acercándose,
ahora no ya por efecto del diseño urbanístico sino porque las casas
de un lado y otro, como dentadura gigantesca que reacciona ante un
bocado, se fundían entre sí, persistiendo en su descenso, y
arrastrando tras de ellas al resto de las viviendas y de todo lo que
encontraban, en un viaje hacia el centro de la nada.
Lo último en desaparecer fue el
cartel que cada diez años se podía ver en el paradero.-
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