El Buzón
Respiraba
en la pared una triste soledad. Confundido, no recordaba bien cual
era su fin, el objeto para el cual fue puesto en ese lugar. Estaba
frío. Se sentía hueco, vacío, casi olvidado. Poco tiempo atrás lo
despertaba el silbido del cartero quien, balanceando un sinnúmero de
cartas con vistosos sellos postales, confirmaba que la dirección de
la misiva coincidía con la numeración que estaba a un costado de la
puerta.
Resignado,
hacía rechinar la visera para asomarse a la calle y contemplar de
ese modo que el mundo seguía vivo, transcurriéndose a si mismo,
casi, como para no perder la costumbre.
Un
breve cimbronazo lo estremeció sacándolo del sopor en el que había
caído. La plateada ventanilla que lo conectaba con el exterior se
entreabrió, ésta vez sin su ayuda. De pronto, solitaria, y
venciendo su sorpresa, se deslizó hacia su entraña la preciada
carga. Sin poder creerlo aún la acarició, la miró de frente y en
su anverso. ¡Era una carta! Su letra manuscrita descartaba que fuese
una de esas propagandas comerciales y la colorida estampilla le
quitaba el aire formal que siempre traían las cuentas por pagar.
Pero...no solo era una carta. ¡Venía desde lejos!. La estampilla y
el sello que la cubrían le daba un aire un tanto señorial. ¡Si
pudiera, ya la hubiese abierto!. Debía conformarse con ver su
tamaño, su forma, sentir su peso. Pero...¿y esa fragancia? Ya no le
quedaban dudas. Esa carta, como historia escapada de un viejo libro
de cuentos traía dentro de sí todo un sentimiento. Ya no importaba
que su dueño la llevara. Por un tiempo, al menos, quedaría atrapado
en su ser la mágica trascendencia de una carta la que, una vez más,
daría sentido a su existencia.
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