ELLA
El cielo se había
puesto insoportable, las nubes comenzaron una danza enloquecida,
apretados nubarrones se superponían a frágiles guedejas de claros
rosados, que intentaban resistir ese embate.
Extrañas figuras
deambulaban en antojadizos movimientos , se apretaban, estrujaban
odiosas unas sobre otras, fuerzas incontrolables las diseminaban
sobre esa superficie que hasta un poco antes lucía casi
transparente.
Se negaban,
tercamente, a despejar un poco de cielo y dar paso a ella que
tímidamente pujaba por pasar entre tanto gris oscurecido, por el
encono que arrastraban.
El viento que las
esparcía estaba alto, no había truenos ni rayos, era muy arriba que
se desarrolla-va el feroz encuentro.
Desde mi ventana,
miraba absorta , esta lucha de los elementos de la naturaleza.
Sentí que aquello
se parecía mucho a las luchas de los hombres, a sus desencuentros, a
las impo-ciciones de sus ideas con razón o sin ella, sin considerar
a los demás, con esa dosis de superiori-dad malsana, dejando en el
camino vidas inocentes, la avaricia del poder, el desenfreno del
dominio, la avidez estúpida del YO, sin tener en cuenta que se cae,
como caen indefensos los que van sojuzgados por esas voluntades
perversas.
La lucha continuaba,
el cielo cada vez más negro y ahora sí, relámpagos, cruzando
imperiosos sobre ese dédalo de retorcidas nubes, todo estaba en el
centro de la escena, casi parecía el preámbulo de una ópera que
comenzaba mostrando el infierno.
Por momentos se
abrían unos escasos claros que dejaban ver naranjas y rojos
vibrantes, tan luminosos que parecían enceguecer, pero casi al
instante se cubrían con voraces violetas que arrasaban la luz hasta
hacerla desaparecer debajo de dominantes azules,
Aquello era una
paleta enloquecida . Cómo dejar de mirar, cómo cerrar la ventana,
si nunca mis ojos se habían topado con semejante espectáculo.
Soy de observar la
bóveda celeste , como se suele decir, he disfrutado de la diafanidad
de la vía láctea en noches claras de Sierra de los Padres, me he
dejado seducir por las estrellas que caen, fugaces, misteriosas, la
Cruz del Sur fue perseguida por mis ojos más de una vez, y las Tres
Marías arrancaron oraciones de agradecimiento por todo lo que tenía
oportunidad de vivir, eso que se me daba gratuitamente, donde solo
debía poner atención a la obra suprema y gozarla.
Pero esto era tan
diferente, encuentros y desencuentros y la expectativa de cuánto
duraría esa lucha sin sentido, fuerzas en oposición, y ella
deseando asomarse, librando también su batalla, pues había
prometido salir, la esperaban. 1
Estos
acontecimientos celestes lograron impacientarme, la curiosidad con
la que comencé a mirar esa tormenta que se iba armando dejó paso a
la inquietud.
De pronto dos nubes
azules, gruesas, se enfrentaron, semejando brazos que se apretaban
en manos fuertemente aferradas, tironeando cada una para su lado.
Corrieron el telón,
apresuradas un tramo y luego extenuadas, terminaron de disipar el
espacio al comprobar que por esa brecha estallaba una mancha roja,
flamígera, diáfana, que giraba poseída expandiéndose, dando lugar
a un círculo concéntrico de purísimo amarillo que avanzaba
sosegado hasta alcanzar el diámetro deseado.
Todo fue un derroche
de luz, se detuvo el tiempo, desaparecieron las negras sombras y la
noche se vistió de fulminantes colores.
Observé mis manos,
estaban anaranjadas, salí del cuarto, decidí darme un baño de esa
luz que por primera vez doraba todo mi cuerpo y sin temor me quedé
quieta en el medio del jardín.
Con suma cautela de
ese centro perfecto otro círculo mucho más claro casi blanquecino,
enorme, avasallante, se mostró benévolo, fue entonces que todo
brilló como la plata.
Las hojas del
follaje en sus extremos perdían el verdor, parecía que les había
caído nieve lo mismo el césped, observé a mí alrededor y todo
brillaba de la misma manera.
La arenilla de la
calle se transformó en una superficie visible , segura.
Dejé ese lugar y
con la imaginación recorrí los senderos de los bosques y los
descubrí blancos por entre esa maraña de ramas retorcidas,
proyectando sombras fantasmales y llegué a la orilla del mar, para
ser atrapada por una visión inconfundible.
Majestuosa, reposaba
sobre un lecho de fino terciopelo negro, tenso, nada perturbaba su
presencia, todo era silencio, placer, me sentía convocada a la
meditación a visualizar todos los paisajes que recibían su luz
inmaculada.
Vi lagos con
montañas al pie ,reflejándose perfectas como quien se mira en un
espejo, encontré cascadas de voluptuosos saltos cuyas aguas se
convertían en rutilantes chorros de diamantes, recordé la cuesta de
Lipán en Jujuy, hacia las salinas, la ruta pura plata y las montañas
negras.
La vi cayendo con
toda su fuerza sobre el dolmen de a Pedra da Arca, camino a Fisterra
en Galicia estrellando su blancura sobre esas ancianas piedras o
proyectando la silueta de un pequeño puente romano sobre el cauce
tímido del agua cerca de la catedral de Santiago.
Giré, decidí
regresar, le di la espalda, me vine conversando con mi sombra, sin
apuro, total que teníamos la noche entera para andar, para decirnos
cosas.
Para saber que en
ese instante Ella reinaba en buena parte del mundo, que tal vez otros
vieron la lucha que emprendió para mostrarse como había prometido,
que se dejaron cubrir por su blancura y su silencio.
Nos dejaba hablar,
deseaba escuchar nuestros corazones, esos diálogos que la sangre
emprende con la vida.
Curiosa de nuestras
realidades, giraba plácidamente, nos miraba atenta, descubría con
su mirada las idas y venidas de estos mortales, insatisfechos,
orgullosos, desaprensivos.
Pero cada tanto,
como esos buscadores de siluetas de un teatro, emitía destellos
sobre aquellos cuyas vidas eran de entrega, dedicación, sacrificio,
dueños de esa cuota de amor necesaria para sostener una obra
maravillosa, La Vida.
Se encargaba de
hacerles saber que los conocía, que estaban en su trayecto y que
siempre por más difícil que fuera se dedicaría a iluminarles el
camino.
Quería acompañarla,
que supiera que tampoco ella estaba sola, allá arriba, locamente
suspendida, primorosamente mencionada en poemas y todo tipo de
escritos, admirada, seguida, desde este espacio verde, por quienes
aún tenemos esa cuota de romanticismo o de locura y le sonreímos o
lloramos.
Me había sentado en
el césped con la espalda apoyada en el tronco de un pino, no sé
cuánto tiempo pasó, me quedé adormilada, solo sé que al regresar
la mirada al cielo ya comenzaba la alborada.
El rocío había
caído sobre mi cuerpo, no me molestaba era una sensación de
frescura, me puse de pié presurosa, la busqué entre los árboles,
allí estaba,
Reina y señora se
iba esfumando en el celeste rosado de la mañana.
Pero tuvo tiempo de
mirarme.
De mirarnos.
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